Vivimos en una época de cambios vertiginosos, donde la tecnología avanza a pasos agigantados y las dinámicas sociales parecen reinventarse cada día. Este ritmo acelerado de transformación, si bien ha traído mejoras en diversos aspectos, también nos coloca en una situación de incertidumbre y vulnerabilidad. La frase "El fin del mundo tal y como lo conocíamos" la hemos visto refiriéndose a la amenaza constante de una catástrofe nuclear o el colapso climático (Doomsday Clock), o a prepararnos y aprovechar las innovaciones que cambiarán nuestras vidas (Marta García Aller).
No se trata necesariamente de un apocalipsis explosivo y súbito, sino una desaparición lenta y silenciosa de lo que ha sido parte de la esencia de nuestra humanidad. Las profesiones que alguna vez definieron el carácter de nuestras sociedades se desvanecen: oficios artesanales que se transmitían de generación en generación, lenguas que guardaban la memoria de pueblos enteros, e incluso el patrimonio cultural que nos conectaba con nuestras raíces. Al igual que un río en cual según Heráclito, nunca es el mismo a cada instante, el mundo fluye imparable, dejando atrás sus propias formas de habitarlo.
El mundo que estamos dejando atrás sería deseable fuera el de la discriminación, la violencia y la indiferencia, pero lo que realmente parece desvanecerse es todo aquello que nos daba identidad y sentido. Se nos escapan las tradiciones que alguna vez nutrían nuestras comunidades; esa cocina lenta, natural, que no solo alimentaba cuerpos, sino que también unía a las familias alrededor de una mesa. Se extinguen los oficios artesanales, que requerían tiempo, paciencia y habilidad, reemplazados por producción en masa, que no comprenden el valor de lo hecho a mano, de lo único.
Nos sentimos como espectadores ante una gran hélice que gira a una velocidad incontrolable, sin darnos la oportunidad de intervenir, de "meter la mano" para cambiar su curso. En este panorama, lo único que nos queda es resistir. Resistir a la deshumanización de la tecnología, a la homogenización cultural y a la aceleración insostenible de nuestras vidas.
Esta resistencia se trata de preservar con conciencia aquello que consideramos valioso y digno de ser salvado del paso del tiempo. Porque, aunque el mundo siga cambiando a una velocidad vertiginosa, somos nosotros quienes decidimos qué parte de nuestra humanidad permanece intacta.
Tal vez el futuro nos depare un equilibrio donde lo mejor de la tecnología y las dinámicas sociales se unan a lo más valioso de nuestras tradiciones. El verdadero desafío está en no dejar que las prisas del progreso borren por completo lo que aún vale la pena proteger. De nosotros depende que este fin del mundo como lo conocemos no sea el fin de lo que somos en esencia como seres humanos.
*Ronald Martínez Villarreal. Profesor e investigador Cátedra de Historia UNED. Correo electrónico: