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 H I S T O R I A  Y  S O C I E D A D
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Opinión estrictamente personal

Por Mag.Ronald Obaldía González 

El Plan de Paz de Centroamérica se descarriló inmediatamente después de haberse alcanzado en la década de 1990 el final de las guerras de Nicaragua, El Salvador y Guatemala, en cuenta el derrocamiento de Manuel Antonio Noriega en Panamá.

Luego fueron extraviados sus fundamentos y postulados. Para recuperarlos, llegó a ser insuficiente el haberse acordado, oportunamente, el Protocolo de Tegucigalpa (1991) a la Carta de la Organización de Estados Centroamericanos (ODECA), el cual entraña una organización y estructura básicas en dirección a un innovador, abierto, vigoroso y dinámico sistema de integración con visión global. 

Por el contrario, se puso mayor énfasis en el legalismo y la administración burocratizada, modesta en resultados: el pretexto para denominar y relacionar la integración regional con una labor apenas formal, protocolaria, escasamente diligente, dependiente del entramado institucional, por el cual interactúan, frágilmente, ocho Estados nacionales y sus respectivos gobiernos; y el crónico desequilibrio entre “el crecimiento económico y el progreso social”, con la excepción de Costa Rica. 

Aletargadas complicaciones, de fondo, o bien estructurales, han quedado totalmente descuidadas en la débil y desidiosa integración centroamericana, lo cual estaba lejano de los propósitos del Plan de Paz, o de los Acuerdos de Esquipulas, cuya continuidad quedó debiendo. Salvo el mercado común, o mejor dicho la integración económica, y su motor el empresariado centroamericano; o valga la experiencia de los creativos e intensos programas del deporte y la cultura, paralelo al mercado regional. Verdaderas áreas de trabajo cooperativo, las cuales prescinden de la desatenta burocracia, que envuelve al sistema formal de la integración.

No basta mencionar que los males estructurales perviven en la región. Hallamos, entre lo más sensible, el déficit democrático, el retorno del autoritarismo; la precariedad del Estado de Derecho, vinculado al mal gobierno, la corrupción, la criminalidad organizada y la impunidad. Se trata de una inercia del sistema de integración, que ronda en la impericia, injustificable frente al sin fin de vicisitudes y “desmesuras” regionales. Téngase en cuenta la erosión y pírrica credibilidad del sistema judicial de Guatemala, el cual ha requerido del auxilio de la Organización de las Naciones Unidas. 

Asimismo, el regreso de la vieja práctica de los procesos electorales viciados. Los máximos exponentes de esta especie de dictadura: Nicaragua, regida por una clase cleptocrática, cuyas mieles del poder las comparte con la clase empresarial, local, en ilimitado ascenso. En esa línea, y ubicados por encima del 70% de la población en condición de pobreza, incluidas las minorías étnicas, encontramos a Honduras, que, en el contexto de “un régimen agresivo – pasivo”, ha sido gobernada por los 230 latifundistas, semifeudales. Ellos controlan el 75% de las tierras (Instituto del Tercer Mundo, 2009), al lado de la compañía responsable de la traída a finales del Siglo XlX de negros esclavos, sea la transnacional United Fruit Company, al cabo que entraron en sociedad con los empresarios conservadores y la casta militar. Esta última, dueña de un expediente menos represivo, con menores incidentes, en cuanto a violaciones de los derechos humanos, en comparación con sus congéneres de América Latina; aunque conoce el oficio de ejecutar golpes de Estado, sacando del poder a una víctima (a Manuel “Mel” Zelaya), de madrugada y en pijama.

De regresar a tal evento de hace ocho años, el cual tuvo como protagonista al gobernante “Mel” Zelaya, en aquel entonces, apegado al deseo (frustrado) de la reelección, bien podemos añadirlo a la relativa y leve demostración de la blandura de una fracción de las fuerzas militares catrachas, la que se sublevó ante sus superiores, quienes aceptaron su petición de librarse de reprimir más las convulsiones de estos días, “para evitar el baño de sangre”. El nuevo género y círculo de violencia. A la vista nuestros sentidos captan el desangrado Triángulo del Norte (Guatemala, El Salvador, Honduras) de lo más violento en el planeta, donde dominan las bandas y organizaciones criminales, las de los narcotraficantes "en la economía subterránea"; responden a estructuras bastante sofisticadas, globalizadas, esto hecho posible en compañía de los tentáculos a su alrededor y servicio. Solamente Honduras cerró el 2016 con 5.154 homicidios, 59 por cada 100.000 habitantes, “una completa epidemia”, de acuerdo con los estándares de la Organización Mundial de la Salud (OMS).

La adicción a favor de la violencia ha alentado la militarización de la policía, lo cual contraviene los principios del plan de pacificación centroamericano. Particularmente, el año pasado, el Gobierno de Honduras – el país que ha sido durante años el país más violento de América Latina - presupuestó 15.000 millones de lempiras (algo más de 620 millones de dólares, unos 528 millones de euros) para combatir el crimen organizado, e intensificar la prevención en materia de seguridad. La creación de una policía militar, más allá de que haya mejorado en la lucha frente al crimen, representa para muchos un retroceso en el proceso de desmilitarización de la sociedad (Javier Lafuente, 2017), lo cual pone de relieve el negativo avance de este mecanismo de fuerza. 

Con justa razón, años atrás un experto en seguridad multidimensional de la Organización de los Estados Americanos había advertido que “el istmo vive en medio de una guerra civil no declarada". Los niveles de violencia, inseguridad e inestabilidad, patrimonio de los ejércitos, paramilitares, así como de la guerrilla izquierdista,en los tiempos de las guerras civiles, ahora deliberadamente los alientan las bandas criminales, así también las organizaciones con estructuras delictivas, en alianza frecuente con las esferas superiores del Estado y el empresariado, incluidos los ejércitos y las agencias policiales, cuyo poder e influencia activan una carrera ascendente. Algunos de sus miembros hasta han alcanzado la presidencia.

En una similar vía, algunos exguerrilleros salvadoreños al asumir el poder en El Salvador se han dedicado a repetir las mismas prácticas abusivas y contrarias a la buena gobernabilidad, empleadas por los sectores antidemocráticos, represivos, así como los partidos políticos derechistas, que ellos han desplazado. La región ha devenido en más allá de una zona de riesgo, altamente vulnerable en términos de cohesión social, bajo el agravante de haberse afianzado, como uno de los corredores de la droga que, desde Colombia, transita hacia México y Estados Unidos de América (Javier Lafuente, 2017). En el caso particular de Honduras, los desastres hubieron de profundizar la tildada vulnerabilidad. En octubre de 1998 el huracán Mitch provocó allí daños por $5360 millones; dejó unos 24000 muertos en todo el istmo, 14000 de los cuales fueron hondureños. 

Al Plan de Paz lo desvirtuaron, solamente llegó a ofrecerle paz y progreso a los grupos dominantes. En el panorama sombrío llegaron a tener peligroso acceso las élites políticas, sino también el arribo de las corrientes del "populismo" en sus variadas manifestaciones, tan corruptos e impopulares, que hacen más complejo el fenómeno de la desintegración interna en cada una de las naciones. Todo lo cual, se ha traducido en incontenible desigualdad, estancamiento económico y marginalidad sociales, al igual que el deterioro en el área de los derechos humanos. Justamente, lo que en parte propician los éxodos (o emigraciones de indocumentados) por parte de ciudadanos centroamericanos hacia los Estados Unidos de América, así como las inmigraciones intrarregionales.

Los sectores políticos que propiciaron el plan de paz en las décadas de 1980 y 1990 perdieron presencia. Algunos de ellos, la familia Ortega corre a la inversa de aquellos nobles principios; Marco Vinicio Cerezo, un dirigente sin arrestos, pasivo, acomodadizo, ahora el rector – como dijimos - de una entidad burocrática anquilosada, deslucida e inoperante. El expresidente Oscar Arias Sánchez, otrora el mentor y arquitecto del Plan de Paz, vive de las glorias pasadas; terminó perdiendo fuste y prestigio. Se desacreditó en Costa Rica, a causa de sus señalados desaciertos en su segunda administración gubernamental. El gobierno de Taiwán, y la dictatorial pareja gobernante nicaragüense se han encargado de hacerle mala atmósfera en la región. Ciertamente, al producir múltiples anticuerpos entre sus antiguos colegas del istmo - antes sus aliados -, difícilmente el expresidente Arias sea capaz de gestionar una integración regional de gran coalición, heredera del plan de pacificación de las décadas de 1980 y 1990. Casi ningún sector político de la región ha intentado retomar los postulados del Plan de Paz; la diferencia la han marcado los diferentes gobiernos costarricenses.

Las tendencias autoritarias, antidemocráticas, tienden a recuperar fuerza en la región, a través de la alianza entre políticos corruptos, los militares, las estructuras criminales. Esta semana el Departamento del Tesoro estadounidense condenó a tres años de prisión a tres empresarios del hondureño "clan Rosenthal", incluido un excandidato presidencial miembro de él, en vista de su apoyo a las actividades de tráfico internacional de narcóticos, de múltiples narcotraficantes en América Central y sus organizaciones criminales (AFP, 15 dic, 2017).

Entretanto, las fuerzas democráticas de la sociedad civil rara vez pueden neutralizarlas, pues están expuestas a amenazas. El asesinato de la activista ecologista la hondureña Berta Cáceres nos da a entender la falta de superación de la intolerancia, la conspiración y hasta la eliminación, a los que se ven sumidos los líderes y organizaciones civiles, opuestos al “establishment”. 

Los asesinatos de líderes indígenas en Nicaragua opuestos a la construcción del canal interoceánico llega a ser una seña adicional de la violación de los derechos humanos, de manera tal que los mecanismos de diálogo y concertación inherentes al Plan de Paz, en este instante constituyen una ficción, o una verbosidad excesiva, que contrasta con la realidad del retroceso democrático. No tiene sentido, entonces, ratificar declaraciones altisonantes y tratados internacionales sobre democracia y derechos humanos, o de protección del medio ambiente, mientras en el interior de nuestros territorios hay individuos o fuerzas organizadas que pueden atentar, sin temor, contra la vida de personas como Berta Cáceres (El País, España, nov.2017), así como los periodistas, y los activistas sociales. Todo ello revela la gravedad de lo que viene ocurriendo, en Honduras. Según la ONG Global Witness, más de 120 activistas ambientales han sido asesinados en el país desde el 2010 (Diego García-Sayan,2017). 

Cómplice también de la inestabilidad de esa nación, Manuel “Mel” Zelaya ha pretendido ser el rostro mayormente visible de las fuerzas opositoras, izquierdistas populistas, enfrentadas al Gobierno de Juan Orlando Hernández, este último, candidato del conservador Partido Nacional: la formación respaldada, casi siempre, por el ejército y los terratenientes. Todos unidos se han asegurado el ejercicio y férreo control sobre las instituciones estatales (Edmundo Orellana, exfiscal de Honduras). “Lo bueno debe continuar”, esto, el lema de la campaña del presidente hondureño, quien golpea el crimen, parte de sus justificaciones y credenciales, con tal de mantenerse en el poder. 

Ambos líderes (el populista de izquierda Zelaya y los líderes conservadores del Partido Nacional) exhiben poses autoritarias, tienden a aferrarse al poder. Proclives en sus respectivos mandatos a la reelección presidencial consecutiva, incidente que sobrevuela simultáneamente en la política latinoamericana. En buena medida, se han ocupado de derramar el combustible de la polarización en la sociedad hondureña, comenzada a raíz del golpe de Estado de junio del 2009, precisamente fraguado contra el presidente “Mel Zelaya”, líder del izquierdista Partido Libertad y Refundación (Libre), en cuyo mandato hubieron de registrarse los evidentes acercamientos con la corriente del socialismo bolivariana del Siglo XXl, dirigida por el fallecido mandatario venezolano Hugo Chávez, una unión a la cual pusieron fin en Honduras las poquísimas familias gobernantes hondureñas, y su brazo el ejército. Juntos actuaron con tal de desaparecer del mapa al presidente Zelaya, cuya excentricidad populista lo condujo a firmar en agosto del 2008 la adhesión de su país a la Alianza Bolivariana para las Américas (ALBA). 

El desenlace electoral en Honduras era predecible, el esperado, además del evento del apagón informático durante el conteo de los votos emitidos, lo cual hizo arrojar incertidumbre alrededor del resultado de los comicios, en especial a los observadores de la Organización de los Estados Americanos (OEA) y de la Unión Europea (UE), quienes quedaron poco convencidos del desenvolvimiento de las votaciones, al extremo que frente a la falta de certeza, la misión de la OEA admitió la posibilidad de recomendar “un nuevo llamado a elecciones” (Noe Leiva, Henry Morales Arana, AFP). 

Sin embargo, el domingo 10 de diciembre de los corrientes el Tribunal Supremo Electoral (TSE) de Honduras presentó el informe oficial con el resultado del escrutinio especial de las actas puestas en duda. Su “presidente aseguró que no se incurrió en ningún tipo de fraude”. Las actas, el último conteo de votos, según él, reflejaron la voluntad expresada por el pueblo el pasado 26 de noviembre. En el proceso de los comicios Salvador Nasrallá del partido Alianza de la Oposición a la Dictadura, se presentó ante los votantes como heredero del zelayismo, el movimiento político cercano al dictatorial chavismo, el cual surgió tras el golpe de Estado de 2009 contra su aliado del expresidente Mel Zelaya. 

El candidato Nasrallá, que en un principio comenzó con una fuerte ventaja de casi un 5% contra Hernández, a lo último quedó a menos del 1% por debajo del actual presidente Juan Orlando Hernández, éste con todo “a su favor” para reelegirse cuatro años en el cargo; los artificios político judiciales le habían facilitado postularse otra vez, en un país donde la Constitución Política prohíbe expresamente la reelección (Moisés Castillo; Jacobo García, 2017: en AP). 

En aquel enmarañado ("lógico") frente al “zelayismo chavista”, el presidente de dicho Tribunal hubo de demorarse (innecesariamente) en ofrecer el correspondiente informe oficial, porque de acuerdo con las versiones del TSE se había “probado el cumplimiento de las observaciones y recomendaciones, realizadas previamente por la Organización de Estados Americanos (OEA), la Unión Europea (UE) y los grupos de la sociedad civil”.

En las polémicas elecciones hay además un trasfondo, que sería un error desdeñar. Si bien la hondureña base militar de Palmerola, a cargo de los Estados Unidos de América, operada en forma combinada por hondureños y estadounidenses, en términos militares y de seguridad estratégica representa mínimos para Washington. Tampoco significa que se está dispuesto a desampararla, admitiéndose un supuesto gobierno nacional de tendencias “chavistas”, guiado a la sombra por un enemigo suyo; el expresidente Manuel “Mel” Zelaya. La medida preventiva quedó envuelta en la táctica diplomática de la “Encargada de Negocios de la Embajada de los Estados Unidos de América en Honduras, al apresurarse a avalar las controvertidas elecciones, con ello se ha disipado cualquier alarma. Entonces, Hernández proseguirá en el cargo de Presidente, imitando así la mejor versión de Daniel Ortega en Nicaragua. 

En el otro costado, los dos principales partidos de la oposición coinciden en los datos (Joaquín Mejía, 2017). Entre ellos, el Partido Liberal anunció a través de su candidato, Luis Orlando Zelaya, que, con una diferencia de cuatro puntos, es decir, de sus datos contabilizados, el ganador resultó el candidato y periodista Salvador Nasrallá del coaligado partido de la Alianza de la Oposición, quien continúa denunciando el fraude electoral. De ahí, el estado de sitio y la militarización, producto de manifestaciones violentas desatadas – a causa de ellas se registra el saldo de más de15 muertos, según organismos de derechos humanos – , las cuales organiza tanto el oficialismo, quien defiende los resultados de la justa electoral, como la oposición que los adversa. Los datos del escrutinio, expuestos por los liberales, coinciden con los que tiene la Alianza de la Oposición a la Dictadura, lo cual alimenta la resistencia frente al gobierno y el TSE. 

Lo grave —e inaceptable— es que en algunos países parezcan regir aún reglas de ejercicio del poder profundamente autoritarias y violentas (Diego García-Sayan,2017), las cuales deben ser seriamente investigadas y sancionadas por la Organización de los Estados Americanos, “para cortar ese inaceptable círculo vicioso”. Por su parte, las corrientes autoritarias y populistas (de derecha e izquierda) sacan provecho de tales disrupciones.

En lo concerniente a los fundamentales del plan de paz de Esquipulas, hay que rescatar, en su momento, las sesudas tesis y señalamientos del presidente costarricense, acerca del incorrecto funcionamiento del sistema de la integración del istmo. Autoridad moral e intelectual posee nuestro mandatario. Porque al lado de un grupo de políticos y diplomáticos nacionales, y del chileno John Biehl, redactaron el texto que dio origen al resto de los acuerdos de pacificación. Eso explica la coherencia del Presidente Solís en la cumbre de gobernantes del istmo, celebrada en estos días en Panamá, al exigir el respeto a la voluntad popular en ese hermano país. Nos imaginamos que a los demócratas debe provocarles repulsión los estallidos de violencia, acusados por la falta de transparencia en los comicios generales hondureños, cuyo desempeño se distancia, desde todo punto de vista, de la razón de ser del proceso de Esquipulas y de las perspectivas democráticas, consustanciales al respeto de los derechos humanos.

*Mag. Ronald Obaldía González. Correo electrònico: Esta dirección de correo electrónico está siendo protegida contra los robots de spam. Necesita tener JavaScript habilitado para poder verlo.